Porque la cara larga, flaco?, -le pregunto a lo lejos al cuidador de autos que trabaja justo bajo mi casa-. Lo apesadumbrado de su rostro normalmente alegre me despertó la incontenible necesidad de acercarme más. Cuando el contacto era inminente, el tradicional saludo con la mano, se transformó en un abrazo lleno de tristeza. "Se murió mi viejo" -me decía con los ojos llenos de lágrimas. "Lo llevaron a la morgue y lo podemos ir a buscar recién mañana, y bueno, estoy trabajando para despejar la cabeza, juntando guita para comprarle unas flores, llevárselas a la mañana y poder conversar con él en su tumba... ". Fue como recibir una patada en el estómago. Venía de comprar algo para comer, y ni siquiera pensando en hacer un acto solidario, me terminé quedando a su lado más tiempo del que jamás habíamos conversado. Nuestras charlas habituales eran sobre el fútbol, las chicas que cruzan por la calle, o alguna anécdota que nos pasa a alguno de los dos durante el día. Esta vez era simplemente estar con alguien que tenía exactamente la misma expresión de indefensión que cualquiera de nosotros el día que Christian murió en Cuidados Intensivos del San Borja, aquella madrugada de Diciembre.
Era un fin de mes caluroso, lleno de trabajo porque ese día estaba inaugurándose el Jamboree Scout en una ciudad cerca de Rancagua, a la que ya le perdí el nombre. El sol quemaba, el sudor era un invitado no deseado, y honestamente las ganas de salir de ahí para volver a Santiago eran exponencialmente altas. Fue un día muy duro. Cables, cámaras, micrófonos, productores histéricos, periodistas egocéntricos y miles de scouts atiborrados de hormonas que sólo buscaban tirarse a quien pasara delante de sus ojos. Sentía que el reloj pasaba lento, que el fin de esa jornada no iba a llegar nunca, quizás anticipando cualquier hecho posterior.
El fin del turno llegó a eso de las 9 de la noche. El resto fue cargar equipos y partir de vuelta al canal, para desarmar, ordenar, y subirse a un taxi que me llevara de vuelta a la casa. Fue Jorge, el jefe del turno, el que se ofreció a acercarme. Eran más de las 12 y no pasaba mucha movilización. Accedí y camino a Maturana, recibí el llamado. Jorge se ofreció gentilmente a llevarme hasta el hospital. Mi cabeza daba vueltas, imaginaba escenas, veía un cuerpo agonizante, se llenaba de dolor y angustia. La incertidumbre es por lejos la peor sensación que podemos sentir lo humanos, y esta vez tenía la comprobación empírica de que así era. Corríamos por la Norte-Sur a más de 150. Quería llegar cuanto antes, creyendo acaso que mi presencia iba a poder solucionar todo el caos que pasaba a sólo unos kilómetros de allí.
Nadie en Urgencias pudo darme un dato certero. Eran más de las doce y media, y corría por un hospital semi vacío, buscando ver alguna cara familiar, algún cuerpo sobre el cual forjar un abrazo y desahogar la pena que hasta ese día parecía imposible que nos tocara a nosotros. Finalmente vi a Pablo a la distancia, corrí y lo apreté con fuerzas y casi arrastrando mi cuerpo tenso, me llevaba a la sección de Intensivas, donde el cuerpo de Christian, mi hermano menor, yacía conectado a mil equipos que hacían todo lo que podían por tenerlo vivo.
Fue una jornada donde los amigos se sucedían en visitas, en donde todos en mi familia contaban retazos de la historia mil veces, un instante en que todos podían decir algo, porque todos habían estado ahí. Yo simplemente apretaba las manos pensando en cómo se salía de una situacion de este tipo. Veía las caras de mis viejos, y quizás ese fue el momento de la lucidez, el instante en que logré reinventarme y tomar el control de todo ese caos. Conversamos con Kako, mi hermano mayor, para mandar a la casa a la Irma y al Nelson, para que se evitaran en algo el dolor de tener que estar allí, recibiendo únicamente reportes médicos, que eran finalmente lo que nos mantenía vinculados con mi hermano. Nadie podía entrar a la sala a verlo, había una prohibición estricta al acceso, quizás queriendo evitar mayores sufrimientos. Pasaban las horas, los cuerpos se veían rígidos y cansados, Todos de alguna manera intentábamos pensar en que las cosas no eran tan graves como parecían, como queriendo escaparse de eso a lo que más tememos. Así pasaban los momentos. Con algunos amigos acostados sobre las bancas del cuarto de espera, y yo con mis hermanos intercambiando miradas y quizás alguna manera de afrontar lo que pudiera pasar. Así fue como cerca de las 7 de la mañana una alarma nos devolvía a la Tierra, una urgencia se presentaba en la sala, y nadie sabía si era nuestro hermano, o alguno de los pacientes con quienes compartía el espacio. Sólo escuchábamos ruidos. Ruidos que unos ojos que lograron escabullir su mirada por una rendija, nos alertaron que era Christian el que estaba siendo atendido. Y ahí, en ese momento pude sentir con más fuerza que nunca, que todos estábamos allí, deseando que nada malo pasara, que todo fuera sólo una sirena idiota que se activaba por alguna manguera que se dobló. Nos tomamos de las manos y sentí el calor, la fuerza, el sudor nervioso que cada uno se traspasaba. Creo que algunos en voz alta y otros en un susurro temeroso, invocábamos alguna divinidad que nos devolviera a nuestro hermano, que lo salvara, que no lo dejara ir, porque a sus 14 años, no era justo que no conociera el amor de una chica, no era justo que no supiera que era salir de la secundaria y convertirse en adulto, que no se enterara de qué se siente afeitarse por primera vez, de qué se siente conocer el mundo más allá del colegio y la casa. Ese día sin embargo, no era para milagros ni salvaciones. Simplemente ese 28 de Diciembre Christian daba un último respiro, y nos decía adiós en esa sala de espera. Las luces fluorescentes del lugar eran aún más tristes con su titilar inconsistente, completando un cuadro de dolor que desde ese día los Ugarte Toledo llevamos en algún lado del corazón.
Probablemente algo de solidario hay en el gesto de esta noche. Al mirar la cara de este cuidador de autos al que ni siquiera le sé el nombre, pude comprender que en los momentos de dolor, los rostros son muy similares entre sí, posiblemente porque esa sea la más grande de las penas. Que a alguien a quien creías que nunca le iba a pasar nada, finalmente le pase algo.