El instinto de supervivencia dice que si te caes, que si sufres, que si estás mal, haces lo que sea por revertirlo.
Un chileno, allá lejos, mucho más que quien escribe, un día tropezó, quedando con esa sensación amarga del amor frustrado. Lo pasó mal, sufrió. Fue la víctima perfecta de eso que alguien decidió llamar circunstancias. Y como él en su escencia es un tipo romántico, se inventó la oportunidad de reivindicarse con la vida y decirle en su cara que no le importaba cuantas veces lo tumbara, sencillamente porque había decidido dejar de sufrir. Le dijo a esa vida que iba a seguir luchando por estar mejor que como lo había dejado la ultima vez y fue ahí, claro está, en que su cuerpo cambió de posición, de actitud, de energía, y se dispuso a enfrentar de nuevo a la calle y sus miradas, a un entorno que lo vio mal y que en una actitud muy humana lo dejó, porque a nadie le gusta cargar con las penas del otro, o porque nadie en el mundo era capaz de ayudarlo a salir.
La vida tiene revanchas y este tipo un día decidió dejar de llorar y sufrir y sólo entregarse al ejercicio de estar. Y ahí fue como su escencia atrapó nuevamente a alguien que igual que él, flotaba en esas aguas densas y oscuras del desamor. Se ayudaron mutuamente a levantar, se contaron sus historias, ambas llenas de sorpresas y descubrimientos. Se aceptaron tal y como son, tal y como la vida los tiene con penas, cargas, amores y deseos. Y se empezaron a amar.
Son de esas historias que dan para contarlas mucho rato, mucho tiempo. Pero lo importante de este relato es que la vida, esa que un día le negó la sonrisa a este chileno, tan mexicano como sus expresiones, se había reconciliado y le estaba dando la oportunidad de levantarse. Porque para eso nos caemos. Para entender qué está mal y a partir de eso, volver a empezar.